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A pesar de ser limeña, nunca había tenido la oportunidad de visitar Puno y siempre fue un lugar que quise conocer.
Cuando era pequeña teníamos en casa una joven que vivío con nosotros por muchos años y nos ayudaba con los quehaceres domésticos, ella se llamaba Leandra y provenía del pueblo de los Uros en las islas flotantes del Lago Titicaca. En ese entonces no comprendí el gran cambio que había sido para ella dejar su pueblo e ir a la capital, a la gran ciudad a trabajar. Sólo años después pude visitar este hermoso rincón del Peru a pesar de la persuasión de mis amigas de no ir ya que me iba a dar soroche (mal de altura) y que la iba a pasar muy mal.
Mi viaje comenzó en Lima tomando un vuelo directo de menos de una hora hacia Puno, considerando que Lima está hacia el Océano Pacífico, llegar al aeropuerto de Juliaca que se encuentra a 3,826 metros s. n. m, es un cambio abrupto y se siente inmediatamente en los pulmones y en la lentitud. Nos dirigimos directamente a nuestro hotel en las afueras de la ciudad donde muy amablemente nos dieron de tomar el clásico mate de coca el cual acompañamos con nuestras pastillas de Sorochil.
Ese mismo día hicimos un tentativo de caminar algunos kilómetros para ver a los Flamingos que desde nuestra habitación se veían como rosados algodones de azúcar pero lamentablemente no llegamos más que a la parte trasera del hotel. Fue ahí que nos dimos cuenta que había que tomar las cosas con calma y aclimatarse para poder afrontar nuestra visita a las islas flotantes al día siguiente.
Después de un corto trayecto en bote manejado por nuestro anfitrión, llegamos a la isla en la cual nos íbamos a alojar. Su esposa estaba a la orilla esperándonos con una gran sonrisa y vestida con las típicas polleras y ropa de lana con colores llamativos. La amarilla isla brillaba como un sol ante el cielo límpido y azul de un bello día en el lago Titicaca.
La familia había creado habitaciones para sus huéspedes, las cuales alquilaban ofreciendo un alojamiento que incluía también la comida. Ellos tres, mamá, papá e hija, tenían reservados una parte de la isla para vivir, cocinar lavar la ropa etc.
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La pequeña niña que tendría unos siete años era extrovertida y juguetona, le hacía mucha gracia poder interactuar con los turistas, tenía las mejillas coloradas y quemadas por el intenso sol que se reflejaba como un espejo en el lago y un pelo negro brillante que llevaba recogido en una larga trenza. Ella frecuentaba un colegio que se hallaba en una de las islas flotantes y su papá la llevaba en bote.
Pasamos el día conversando con la familia y aprendimos sobre la intensa tarea de mantener la isla construida con totora, las cual al contacto perenne con el agua se pudre y tiene que que ser constantemente reforzada con capas adicionales de juncos. Ellos tenían una isla toda para ellos, una isla independiente. Pero nos contaron que no siempre fue así, antes compartían la isla con otra familia pero a un cierto punto ya no se llevaban bien y tomaron la decisión de simplemente serruchar la isla y dividirla en dos partes, una para cada familia. ¡Asunto solucionado!
La paz y el paisaje en la casa de la familia de los Uros combinados con el ligero mal de altura, hizo que nos olvidemos del tiempo al ritmo de cada paso que dábamos mientras que nuestros pies se hundían en los juncos.
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Una sorpresa fue la cena, la cual compartimos con una pareja joven de Suiza que se encontraba alojada en la otra habitación.
La señora había preparado platos que parecían haber salido de la cocina de uno de los mejores restaurantes limeños. Después de felicitarla por haber preparado tales manjares en tan precarias circunstancias nos contó que había seguido un curso de cocina en uno de los mejores hoteles de la ciudad de Cuzco y allí había aprendido a cocinar para dar un mejor servicio a sus huéspedes.
Hay que considerar que mantener y llevar comestibles y otros ingredientes a la isla es toda una hazaña, mientras que estuvimos allí un bote-bodega pasaba una vez al día vendiendo abarrotes básicos y por supuesto a un precio más elevado que en la ciudad.
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Al contrario del día que era soleado y agradable, la noche era fría, muy fría y en nuestras camas las numerosas frazadas de lana pesaban como si fueran láminas de metal sobre nuestros cuerpos, menos mal que nos dieron botellas de plástico con agua caliente para calentarnos.
Así fue como pasamos la noche y al día siguiente después de un suculento desayuno nos tuvimos que despedir de esta linda familia y regresar a la ciudad de Juliaca para continuar con nuestro viaje.